Proyectar y hacer
Intento, mentalmente, construir el perfil de la vía propuesta. Ver cómo integraría las diferencias de cotas desde Porta Faxeira al Pazo de Raxoi y qué hubiese conservado y destruido del antiguo caserío y las rúas medievales, utilizando como referencia un plano turístico en una valla publicitaria. La calle se llena de vida con la gente que entra y sale de la comisaría y de la oficina de correos, y varias veces debo apartarme por las furgonetas que realizan las labores de carga y descarga en su horario habitual.
Antes de alcanzar la catedral decido refugiarme en el Jardín de Fonseca, uno de los espacios verdes que Palacios hubiese integrado en su «Calle Galicia». Allí, la arquitectura vegetal se vuelve protagonista, compitiendo con las torres pétreas, especialmente el gran ginkgo biloba que tiñe de amarillo la escena. Este longevo ejemplar, que perdió a su compañera hace unos años, es de los pocos supervivientes del Jardín Botánico de la Universidad que hubo en ese lugar, con más de mil especies diferentes.
Ahora son miles de palabras grabadas en granito las que habitan el «Xardín das pedras que falan», una iniciativa del escritor Suso de Toro dirigida por el poeta Claudio Rodríguez Fer y diseñada por Pepe Barro y Olivia Fernández. Partiendo de un verso de Rosalía de Castro, fragmentos literarios en varias lenguas van conformando una espiral infinita... «Le long de la ligne de cœur un gisement d’infini» (Zéno Bianu).
Antes de abandonar el jardín, me detengo a observar el dintel de la puerta de acceso. Allí aparece escrito: «Se proyectó e hizo este jardín en el Rectorado del Sr. Dr. D. Juan José Viñas». «Se proyectó» aparece en cursiva, porque es diferente del «hizo». Podrían haber indicado solo una de las acciones, pero quisieron recordar las dos a quien visite el lugar, porque ambas son valiosas y necesarias: el pensar y el materializar, el proponer y el concluir, el proyectar y el hacer.
Restos de papel
La reforma en la legislación farmacéutica que está preparando la Comisión Europea —escucho en uno de los informativos que emiten por televisión al mediodía— podría implicar la desaparición de los prospectos de los medicamentos y su sustitución por códigos que tendríamos que leer desde nuestros teléfonos. La medida supondría un notable ahorro de papel y la posibilidad de que la información que se le suministre al paciente esté siempre actualizada, pero tendría el inconveniente de los medios y el conocimiento necesario para poder acceder a esa información, especialmente en países con un importante porcentaje de la población envejecida.
A continuación, entrevistan a varias personas a pie de calle. Algunas —de edades muy diferentes— explican que, normalmente, no leen el prospecto, pues ya saben como deben tomar la medicación, y solo lo hacen en casos de problemas u omisiones con las tomas. Otras dicen que lo que hacen habitualmente es tirarlo, por lo que su desaparición no conllevaría una gran pérdida. Finalmente, un joven argumenta que ya dispone de esa información en internet, y allí acudiría en caso de necesidad. Añade algo más que, por lo sorprendente que me parece, me queda grabado: dice que nunca ha impreso un billete en su vida.
Billetes de tren, tarjetas de embarque, entradas a espectáculos... pienso en todos esos trozos de papel que, antes de los prospectos, han ido desapareciendo de nuestras manos, sustituidos por distintos códigos que nosotros ya no leemos. Recuerdo entonces la cita con la que comienza el libro La información. Historia y realidad, de James Gleick, tomada de la novela Dientes blancos de Zadie Smith: «En cualquier caso, aquellos billetes, los viejos, no te decían hacia dónde te dirigías, y mucho menos desde dónde venías. Tampoco recordaba haber visto en ellos fecha alguna, y, por supuesto no se indicaba ninguna hora. Ni que decir tiene que ahora todo es distinto. Toda esta información. Y Archie se preguntaba por qué esto es así».
Gleick añade una segunda cita bajo la anterior: «Lo que llamamos pasado está construido por retazos», de John Archibald Wheeler, más sugerente en su idioma original: «What we call the past is built on bits», pues, cada vez, nuestra historia se construye con menos restos de papel y más dígitos binarios. Tanto lo que escribo en estas notas como lo que explica lo que compramos en la farmacia.
Biblioteca Joanina
Para alcanzar la Biblioteca Joanina hay que ascender hasta lo más alto de la ciudad. Allí, en el lugar de poder disputado en el medievo por la nobleza y el clero, se quiso asentar también «la sede que Augusta Coimbra ha dado a los libros, para que la biblioteca la corone». Recordándonos el esfuerzo que supone alcanzar el conocimiento, calles estrechas y escaleras eternas conducen a su encuentro en la Alta Universitária, como reservando su acceso, al igual que sucedía con la biblioteca de El nombre de la rosa. Pero aquí no son solo monjes privilegiados los que revisan los libros, si no un flujo permanente de turistas en un espacio que ahora forma parte de la Biblioteca Geral da Universidade de Coímbra.
La biblioteca es un gran cofre, un volumen prismático de pesados muros, situado perpendicular a la capilla inmediata y asentado en la ladera, en un extremo del patio de la Facultad de Derecho. En la visita se llega desde abajo, en un nuevo ascenso, ya interior. Resulta curioso —y significativo— que la prisión académica se situara bajo la biblioteca, justo donde comenzamos nuestro recorrido, para atravesar después la planta intermedia, destinada a depósito de libros. Estudiantes y libros encarcelados, aguardando obtener su lugar en la Universidad.
Desde un pequeño paso lateral alcanzamos la planta noble: el gran espacio dividido en tres salas repletas de libros, y presididas por figuras femeninas alegóricas que nos observan desde el cielo: la Bibliotecae Imago —la sabiduría encarnada en la propia biblioteca—, la Universidad —la búsqueda del conocimiento— y la Enciclopedia —la reunión de las distintas disciplinas de la ciencia y la cultura—. En ellas se expresa la idea de la biblioteca como el templo del saber, como fundamento para llegar a nuevos horizontes de conocimiento gracias al cobijo de la institución universitaria.
Siempre que me encuentro en una biblioteca monumental como esta tengo una doble sensación: primero uno se vuelve pequeño, abrumado e impresionado por la grandiosidad de la arquitectura y por el número de volúmenes almacenados. Después, me fijo en cómo todos ellos están accesibles, dispuestos para ser consultados, y pienso que esa doble cualidad es la razón de ser de una biblioteca: contener un universo en sí misma, y ofrecérselo a quien desee explorarlo.
La visita terminó devolviéndonos al exterior por la puerta principal. Acceder por la que hubiera sido la entrada lógica, reservada solo a personalidades y eventos especiales, nos hubiese privado de la secuencia espacial que permite entender la biblioteca en conjunto. Además la inscripción de la puerta nos da una última advertencia sobre su poderosa misión: «Lusiadae, hanc vobis Sapientia condidit arcem: ductores libri; miles et arma labor». Algo así como «Lusos, la Sabiduría os ha dado esta fortaleza; por capitanes [tenéis] los libros, por soldados y armas el trabajo».
El requisito del prólogo
Ordenando los libros de la biblioteca heredada, localizo varias primeras ediciones de Emilia Pardo Bazán. Al revisar el estado de Pascual López: autobiografía de un estudiante de medicina, publicado en 1879, me detuve a leer las primeras páginas donde figura el prólogo que, en esa edición original, escribió la propia autora.
En el texto establece una definición de prólogo, «de ordinario, una disertación acerca de la índole y género de la obra que encabeza; disertación que así puede condensarse en escasas páginas como crecer, a favor de lo elástico del asunto», para proceder después a una amplia reflexión sobre su conveniencia: «No encuentro yo ciertamente reparo grave que poner a esta usanza del prólogo, excepto que suena a literario reclamo lo de realzar con el barniz de un apellido brillante otro ignorado y modesto». De ese modo, la inclusión de un prólogo se vuelve un complemento pretencioso, como «quien decora con fachada opulenta pobre choza».
Además de la idoneidad del prólogo, las páginas iniciales me atrayeron por otra cuestión, referida a la belleza, algo que Pardo Bazán introduce aludiendo a donde transcurre la obra: «son bellos para el pensador los lugares que hablan con sus monumentos elocuentísimos, con sus soberbias carcomidas piedras, con la silenciosa majestad de su abandono», pero que también le sirve para exponer lo que me parece más relevante: plantear una definición de la belleza como aquello que es capaz de enseñarnos algo: «Más el punto estriba cabalmente en que sea bella la obra. ¿Lo es mi novela? No estoy autorizada para decirlo: mi voto es recusable. De encerrar Pascual López, en su género, alguna verdadera belleza, contendría también alguna enseñanza».
Es bello lo que es capaz de enseñarnos algo. He pensado en su aplicación a distintas obras y disciplinas, y creo que resulta de gran validez, por lo menos como reflexión sobre el concepto de belleza, siempre tan difícil de concretar. En ese sentido, el prólogo de Pascual López me ha parecido bello, pues de él he aprendido algo nuevo, y me ha animado a leer el resto del libro, a pesar de la escasa confianza que depositaba la autora en su inicio: «Terminaré declarando con sinceridad que, a pesar del amor que inspiran los hijos del entendimiento, no me sorprenderá que esta obra se sumerja en el golfo del olvido, donde anualmente caen tantos libros, quizás más sazonados, gustosos y amenos».
Imagen: La lectora, pintura de autoría desconocida conservada en la Casa-Museo Emilia Pardo Bazán