Resulta extraño el transcurrir de las semanas lejos de las librerías. Detenerse ante sus escaparates y recorrer curioso su interior descubriendo las novedades y aquellos títulos ya conocidos que permanecen en exposición, demandando otra oportunidad. Perderse sin rumbo entre secciones, portadas y conversaciones y volver a casa más dichoso, acompañado del deseo de regresar pronto.
En 2013, el 41.º Premio Anagrama de Ensayo, se concedió a Librerías, de Jorge Carrión. Ese mismo año, la revista El País Semanal publicó un reportaje sobre las mejores librerías del mundo que se abría con su «Elogio a las librerías con historia». En él podía leerse: «Las buenas librerías son preguntas
sin respuesta. Son lugares que te provocan intelectualmente, que cifran
enigmas, que te sorprenden y te plantean retos, que te hipnotizan con
esa melodía —o cacofonía— que crean la luz y sus sombras, los anaqueles,
las escaleras, las portadas, la puerta al abrirse, un paraguas que se
cierra, movimientos de cabeza que dicen hola o adiós, la gente en
movimiento». Pocos autores han sabido reflejar como él la importancia y el interés de estos lugares. En su libro más reciente, Contra Amazon, sigue demostrando ese amor por las librerías —junto a las bibliotecas—, como escenarios fundamentales de nuestra educación sentimental.
Como él, me he descubierto a mí mismo persiguiendo librerías en mis viajes y situándolas a la altura de los grandes monumentos. Cada nueva ciudad suponía también revelar esos lugares, indagando primero a través de las recomendaciones de otros visitantes, buscando el consejo y la sabiduría de los que comparten esa fascinación, trazando la lista —posiblemente interminable— de mis librerías favoritas, muchas de ellas incluidas por el significado meramente personal más allá de su catálogo, belleza o categoría. Así, me resulta imposible recordar Roma sin la grandeza del local de IBS en la Vía Nazionale, —auténtico palacio de los libros—, o la Strand de Nueva York, igualmente impresionante aunque sin la monumental presencia barroca del caso italiano.
Son grandes locales que permanecen en la memoria, con usos diversos más allá de la compra de libros, como las distintas sedes de La Central en Barcelona y Madrid, junto a pequeños recintos inesperados como aquella librería en Londres próxima a Leicester Square que sirvió de agradable refugio en una lluviosa tarde de primavera y que, por mucho que lo he intentado, no he vuelto a localizar. Mis librerías tejen esa historia vital de momentos y anécdotas. En una villa al sur de Portugal, preguntaba por alguna cercana y me dijeron que, si apreciaba las librerías, tenía que visitar Centésima Página, en Braga, al norte del país. No tardé en hacerlo, descubriendo otro lugar mágico donde la ciudad y los libros se funden de una manera magistral. Lo mismo sucede en la acogedora librería Arquivo, en Leiria y, cuando vuelvo a Oporto, evito la escenografía masificada de Lello e Irmão —que prefiero en el recuerdo de hace décadas— y me retiro al ambiente íntimo de Circo de Ideias. Hace un año, visité por primera vez Las Palmas de Gran Canaria y allí me recomendaron la librería Canaima, permaneciendo como una de las mejores experiencias de aquel viaje.
Son recuerdos cercanos que durante estos días extraños se antojan tan lejanos. La última tarde antes de encerrarnos en casa, estuve en una librería, ignorando la distancia que nos separaría del próximo encuentro. Ahora espero regresar pronto, tanto a las más próximas como a aquellas que todavía no conozco.