Como si fueran lugares de confluencia temporal, en determinadas ocasiones vivimos momentos con nuestros hijos muy parecidos a los transcurridos con nuestros padres. Hace poco experimenté uno de esos episodios, cuando acompañé a los más jóvenes de la familia al Museo Reina Sofía a ver, por primera vez, el Guernica, aunque esta vez la obra se encontraba en un espacio completamente diferente a dónde yo lo había visto siendo un niño.
Desde aquella ocasión he tenido la oportunidad de contemplar el cuadro de Picasso en varios emplazamientos diferentes, aunque ninguno resultó tan impactante como descubrirlo en el Casón del Buen Retiro. Recuerdo la enorme urna de vidrio, una imagen que se quedó grabada incluso más que la pintura que protegía. Tardé varias décadas en conocer quién había sido el autor de aquel cofre tan singular, casi al tiempo en que volvía a visitarlo ya ubicado en el Reina Sofía.
Los encuentros posteriores, aún siendo más recientes, se diluyen tenues en la memoria. En alguna ocasión la sala estaba prácticamente vacía, en otras, como la última vez, se encontraba llena de gente y resultaba complicado observar la obra. Desde una esquina comenzamos a percibir los detalles, fácilmente asimilables cuando los horrores de la guerra volvían a ocupar los titulares.
La visita al museo coincidió con la lectura de «Obra maestra», de Juan Tallón, por lo que quise acercarme a ver de nuevo «Equal-Parallel: Guernica-Bengasi», la escultura de Richard Serra protagonista de la novela y expuesta en la sala 102. Frente a la aglomeración de la del Guernica, esta se hallaba prácticamente vacía, y pudimos caminar en solitario entre los cuatro bloques de acero corten. Alguien dijo que parecían cofres, desvelando un nuevo paralelismo entre este recorrido y aquel recuerdo recuperado del Casón del Buen Retiro.